miércoles, 16 de septiembre de 2009

HUILO RUALES, JUAN CARLOS MORALES Y JORGE LUIS NARVAEZ


Huilo, el maldito hijo pródigo


Juan Carlos Morales


El pueblo de Comala es un sitio donde “los vivos están rodeados de muertos”, en palabras de Juan Rulfo. Es un viaje, un descenso en medio de ecos y de piedras que golpean las lomas peladas, hacia el Infierno. En medio de ánimas –que incluye al narrador envuelto en Pedro Páramo- es también una crítica a esa sociedad rural arcaica, al estilo feudal.
Otro pueblo es San Pedro de los Saguaros, evocado en el film La ley de Herodes, del mexicano Luis Estrada, donde Juan Vargas, desde un basurero asciende hasta los pináculos del poder, en complicidad con el cura. Es una crítica durísima a esa “dictadura perfecta” que es el PRI. ¡Te tocó la ley de Herodes, o te chingas o te jodes! Es el refrán vulgar que se refiere a que alguien debe ser perjudicado para beneficiar a otra persona.
Huilo Ruales Hualca (Ibarra, 1947), en su novela Qué risa, todos lloraban, desempolva a Albura, un pueblo que, como su obra Mal de ojo y el mítico Rioseco, se parece bastante a Ibarra, la Ciudad Blanca, tan malquerida desde la nostalgia. Curiosamente, como le sucedió a Cortázar quien extrañaba la periferia del riachuelo desde París, Ruales ha tenido que ir hasta Tolousse, en Francia, para crear una literatura que lo devuelva a la semilla.
El libro es un viaje a la infancia de un payaso tragicómico, quien debe utilizar su máscara ante una ciudad poblada de esperpentos. Es una crítica mordaz a una sociedad de autoritarismos, como el profesor de educación física, el Muelón Díaz, “un primate con cerebro de gallina pero que por afuera tiene la perfección de una escultura florentina. Claro que no su cara que a leguas muestra esa fealdad tan propia de la estupidez” (pag. 48).
El libro es una punzada a una ciudad demasiado cómplice para ser inocente, que ha permitido –por décadas- el ascenso social de verdaderos caciques que han ocupado todos los puestos burocráticos, con sus acólitos, y que no han podido ser reinas de Ibarra porque no les ha dado la cara, como parece observar el protagonista cuando, vestido de abanderado, se desliza con su paso de ganso ante el “Excelentísimo Presidente de la República, su mujer, su comitiva, los adulones, los cabrones que son las autoridades civiles, eclesiásticas y militares de Albura” (pag. 62).
Ruales, hijo pródigo y poeta maldito, prefiere antihéroes, locas de atar como la Mudadelia, quien se parece extrañamente a la actual Loca Lupe, quien aún puebla a Ibarra y es conocida por su afición a la coca cola; que nos recuerda al Amaya, un eterno niño quien bailaba en las retretas del domingo cabalgando al son del Chester, el tamborilero sumergido en el alcohol o la Pumamaqui, como la quiteña Torera, quien abatía a los niños despistados.
Por eso el protagonista, tras leer a Rimbaud y Su temporada en el infierno, “también pelado como yo se mandó a cambiar de su aldea de mierda que no se llama Albura sino Charlesville”. La urbe es maldición y condena. También exorcismo por medio de lo ridículo. Un canto a una memoria que ya no existe, porque la ciudad ha quedado descerebrada ante lo cursi, implante de los nuevos ricos. Ibarra ya no es la Égloga Trágica, de Gonzalo Zaldumbide, sino una urbe descarnada y carishina.